Thursday 8 November 2007

El museo rodante de La Habana


“El motor tiene partes de Lada y el resto es mucho invento... Ahí tú lo ves, algo escachado y viejito pero sigue caminando y gracias a él vivimos la familia y yo”, dice Oscar, uno de los tantos “boteros” – choferes privados de alquiler, en jerga habanera- que transitan por las calles de la capital cubana al volante de autos norteamericanos, mayormente de las décadas de los ´40 y los ´50 y llamados popularmente “almendrones”.

La primera pregunta que se hacen casi todos al ver el notabilísimo contingente rodando por las calles es “¿cómo logran mantenerlos?”. Y el asombro no es para menos: abundan, según algunas estadísticas constituyen más del 10% de los coches que transitan en Cuba y son parte de la vida cotidiana de la gente, una alternativa –curiosa, anacrónica pero muy práctica y hasta imprescindible- a las necesidades de transporte.

Llegado con el siglo

En 1901 el automóvil comenzaba a ser un próspero negocio en el mundo, con unas 600 fábricas más bien pequeñas en catorce países. En La Habana señoreaban los coches de caballos y sólo once autos escandalizaban a los transeúntes a su paso por los adoquines o las vías sin asfalto.

El primero había llegado en 1898 –aquel año de la guerra hispano-cubano-americana en que el bloqueo de la flota americana hizo escasear tantas cosas en La Habana-, procedente de Francia y de una marca hoy desconocida: La Parisienne.

Da gusto imaginar el cuadro: la rara máquina que temblaba, crujía, explotaba y echaba humo negro, con su tufo de bencina, apareciendo de pronto entre coches de caballos que llevaban a perfumadas damas y elegantes caballeros, acostumbrados a otros olores no menos desagradables pero diferentes, y al ruido, por supuesto, pero el de los pregoneros, el aguador, el lechero que recorría los barrios llevando sus vacas; el de los cascos de los corceles, los látigos de los cocheros, algún que otro piano.

Con el inicio del Siglo llegaban también el cine y la aviación, el tranvía eléctrico y el teléfono automático. Todo cambió de la noche de la mañana: del dominio español Cuba pasó a la cercanía poderosa de Estados Unidos. De la era de la tracción animal a la era de la combustión interna. De expresiones como “enganchar la pareja” a “sacar”, como relataba Renée Méndez Capote. De las riendas al freno de palancas o pedales y el timón.

El vapuleado país fue pronto un paraíso para la industria norteamericana. En 1919 era el primer importador en América Latina y uno de los primeros del mundo en la relación vehículos-habitantes. Ford, con su legendario Modelo T, fue muy bien recibido en Cuba. El cubaneo convirtió a aquellos Ford en “fotingos”, y hoy así se le llama en la Isla a cualquier auto de aquellos primeros años, aunque no haya venido de las plantas de Detroit.

En décadas posteriores, a Cuba llegaban mayormente las muy diversos marcas y modelos estadounidenses. En 1956 circulaban en el país unos 143 mil automóviles, casi 95 mil sólo en la capital, y la relación vehículos-habitantes era de 32 por mil. En 1951 la Revista Bohemia anunciaba: “En La Habana segundo automóvil del mundo equipado con TV”.


Una carrera, la política y un secuestro

En el Malecón habanero se realizaban carreras internacionales –la primera había acontecido en 1903- que cobraron notoriedad en 1958 cuando un comando del movimiento revolucionario 26 de Julio secuestró al as Juan Manuel Fangio para llamar la atención sobre la situación política del país, bajo el régimen de Fulgencio Batista.

Miles de policías los buscaron, sin resultado, por veintisiete horas. Todo un escándalo. Luego de la carrera, categoría Fórmula I, cancelada antes de concluir por un fatal accidente que costó la vida a varios espectadores, Fangio fue liberado.

Con su habitual flema, el campeón dijo a la prensa: “Me han tratado de modo excelente... Tuve las mismas comodidades que si hubiera estado entre amigos. Si lo hecho por los rebeldes fue por una buena causa, entonces, como argentino, yo lo acepto como tal”. Lo más curioso es que surgió una amistad y “El chueco” tuvo varios encuentros posteriores con sus captores.

Ponme la mano aquí…
Otra historia quedó en el libro mítico de La Habana: la de La Macorina, la prostituta más famosa y cotizada de la ciudad en su época, la primera mujer que manejó un auto en Cuba. Con sus grandes ojos negros, pelo corto y su hermoso rostro, llevaba su flamante auto rojo por las calles escandalizando a las damas y centrando las miradas furtivas de sus acompañantes del sexo masculino.

El primero lo tuvo cuando un acaudalado empresario la atropelló -le dejó una leve cojera de por vida- y para resarcirla le regaló un auto. La Macorina llegó a poseer nueve costosos carros regalados por sus ricos amantes, entre ellos comerciantes, propietarios, políticos y hasta se dice que un presidente. Inspiró una picaresca canción que aún hoy es versionada: “Ponme la mano aquí, Macorina...”

Tiempos difíciles

El triunfo de la Revolución, en 1959, los tomó desprevenidos. Todo cambió nuevamente de la noche a la mañana. Los más lujosos no pudieron cruzar el Estrecho de la Florida junto a sus dueños, pero encontraron nuevos propietarios y usos y se adaptaron a la nueva época. Se adaptaron, como todo el país, a la caída de la aristocracia, a la popularización de los servicios, a los frescos aires de igualdad y al bloqueo de Estados Unidos.

Las fábricas matrices los condenaron al desgaste paulatino y la invalidez. Sufrieron el trauma del corte de los envíos de repuestos y accesorios: no llegaba ni una bujía del mercado norteamericano. Sintieron en sus chasis y motores –que con el tiempo han mostrado su dureza- la orfandad de proveedores y la crisis económica.

La persistencia
Pero asombrosamente muchos persisten en su destino de acumular millas. Francisco recorre las calles del centro de La Habana ofreciendo su Chevrolet Bel Air. Con su estilo desenfadado pregona antigüedad, seguridad y confort. Exclusividad. Y le va bien con los turistas. Su auto no parece tener casi medio siglo.

“Es duro mantenerlo, muy caro, y gasta gasolina... Pero míralo, enterito, bien pintado, adentro no le falta nada y a los turistas los deja boquiabiertos. ¿Quién dice que es del 55?

Museos sobre ruedas. Así pudiera llamárseles. Museos de durabilidad y Museos de la ecléctica mecánica cubana, heredados de generación en generación, ejemplo vivo de la transmutación que va desde la necesidad hasta el folclore, el lujo y el negocio de alquileres.

En una época, la mayoría de los propietarios tuvieron que hacer magia para salvarlos con piezas del campo socialista, que fueron a parar a los viejos y potentes motores norteamericanos en una especie de home run por encima del muro de la Guerra Fría. Otros, sin embargo, son verdaderas reliquias, envidia de coleccionistas.

Junto a los “almendrones” -los de transporte más popular-, están los de lujo. Se mantienen casi intactos, frecuentemente con el motor, la tapicería y hasta el color original. Sus dueños pertenecen a clubes y se reúnen periódicamente para exponerlos y contar experiencias.

Ahí se puede ver desde un Ford 1930, Crown Victoria 1955 o Thunderbird 1957, hasta luminosos Porsche, cadillacs El Dorado con sus aletas pronunciadas, Mercury Monterrey, Lincoln Continental, Plymouth Fury; Chevrolets Impala o Corvette y el singular Messerschmitt...

También hay una compañía que ofrece paseos en estos clásicos (Gran Car) y museos como el Depósito del Automóvil, en La Haban, o el del Parque Baconao, en Santiago de Cuba. En el primero, muchos ejemplares históricos, entre ellos un Cadillac 1905 (el auto más antiguo de la Isla) y un Chevrolet de 1960 perteneciente al Che Guevara.

En el segundo, una enorme colección con más de mil 500 miniaturas que imitan marcas y modelos desde el siglo XIX y decenas de muestras reales: un Ford T 1912, un Austin Seven 1937 –primer minicoche producido en el mundo- o un Buick Skylark del 54.


Provocando el asombro
Hoy, las calles de la Isla, pero principalmente las de La Habana, son una feria viviente de la historia criolla del automóvil.

Rápidos por las avenidas, aparcados o expectantes ante los semáforos, se mezclan los veteranos importados cuando Cuba estaba más cerca de Estados Unidos, los homogéneos y más frágiles llegados en avalancha desde el ex Campo Socialista y los aerodinámicos y diversos de los últimos años: Hyundai, Daewoo, Suzuki, Honda, Mitsubishi, Mercedes Benz, BMW, Volkswagen, Peugeot, Renault, Fiat, Volvo, Audi...

Sin embargo, son muy raros, casi inexistentes, los modernos autos producidos en Estados Unidos.

A ese arcoiris se suman los bicitaxis –triciclos de alquiler techados que dan cierto toque orientalista a la ciudad-; los cocotaxis –pequeño vehículo de alquiler, de tres ruedas, que semeja un coco-, las abundantes y anárquicas bicicletas, todo un dolor de cabeza para los chóferes, y, un detalle para no olvidar, la gente que gusta de caminar por el medio de las vías y, a veces, hasta retar a los automovilistas.

Pasa el tiempo e irremediablemente cada vez quedan menos miembros de aquella multitud de clásicos que antes del ´59 provocaba embotellamientos en las avenidas de La Habana. Pero aún son suficientes para provocar el asombro.

Vistosos o renqueantes, tenidos algunas veces como lujo y casi siempre por necesidad, los viejos autos son una de las tantas caras insólitas de esta ciudad barroca, impredecible, que se hace lentamente moderna pero sigue siendo en pasado.

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