Jessica prometía deslumbrantes y complacientes chicas por sólo 5 libras, danzas privadas por 10. El trato sonaba como la ganga de la noche.
Mercado de libertinaje
Cuando nos encontramos con Jessica, habíamos estado una larga media hora rondando las calles estrechas de la zona, hechas a la medida de las más íntimas transacciones y otros negocios.
Su oferta era la vigésima que escuchábamos, luego de constantes proposiciones de proxenetas que no parecían preocupados por la cercana policía y publicitaban un menú que iba desde las chicas de cualquier “origen étnico” hasta la marihuana, el hachís o la cocaína.
“¿Buscando chicas? Tengo algunas al doblar de la esquina. Están limpias, no trabajan en la calle”. Lo escuchamos una y otra vez.
Regateamos cordialmente, pero sin éxito. Sólo queríamos hablar con una de las muchachas, pagando una tarifa módica, por supuesto. Pero no había tarifa para la conversación, y nuestros bolsillos no llegaban ni al más bajo de los precios fijados.
“Treinta libras por un show, 35 por sexo oral (blow job) y 40 si quieres posiciones”, nos dijo uno de los “agentes de ventas” y colocó un chiste al final: “la imaginación también cuesta”.
Liberal, e impredecible
“¿Podemos hablar a la chica cuando esté danzando para nosotros?” “Sí”, respondió. “¿Sólo por 10 libras?” “Sí”. “¿Podemos pedir que bailes tú?”. “Sí”.
Hasta ese momento, la noche había transcurrido sin grandes sobresaltos. Más temprano habíamos conocido a Sergio y Arturo, españoles residentes en Londres que con frecuencia disfrutan un trago en el relajado ambiente gay del Soho.
“Es un lugar para mentes abiertas, tolerante, no es sólo una zona gay. Muchos heterosexuales vienen al Soho, especialmente muchachas que quieren divertirse y se sienten seguras en los bares gay”, dijo Sergio.
Afuera de un bar gay, dos chicas hablaban animadamente. Quisimos corroborar lo que nos había dicho Sergio, así que preguntamos qué hacían allí. La comunicación fue rápida, clara y en castellano, pues ambas eran turistas españolas.
“¿Qué hacemos aquí?, pues nada, a tomar un café”, nos respondieron, extrañadas. Tras presentarnos, les explicamos el por qué de la pregunta. Fue como si saltara un resorte. “¿Un bar gay?”, preguntaron, con cara de estar sentadas sobre un nido de serpientes. Se alejaron casi corriendo y en menos de un minuto las perdimos de vista…
Cuidado con los clip-joints
Sólo queríamos la entrevista, y queríamos hacerla con Jessica. Así que pedimos verla y fue entonces, en el momento en que demandamos lo prometido, que comenzaron nuestras tribulaciones y el final en picada de la noche.
La cortesía de la chica de la cerveza desapareció de golpe, nos mostró un recibo y dijo que debíamos pagar 35 libras por los cinco minutos de plática, y otras 200 si queríamos más.
Debimos vaciarnos los bolsillos y mostrar las billeteras para convencerla de que no teníamos dinero, mientras a nuestras espaldas un enorme bouncer –también con cara de agente policial, o antimotines- esperaba en silencio y al frente una cámara de video mostraba la escena al oculto dueño del negocio, estilo Gran Hermano orweliano.
Tuvimos suerte de que nos dejaran salir, tras dejar sólo 20 libras.
La noche que iniciamos frente al legendario Revue Bar, en busca de una historia y movidos por la reciente muerte del Rey del Soho, Paul Raymond, terminó convertida en una frustrante y a la vez didáctica jornada, con nosotros convertidos en materia prima para una crónica.
Hace poco, el diario londinense The Independent decía que “abundan las historias en el Soho de hombres con sus billeteras vaciadas o llevados a los cajeros automáticos por bouncers que los obligan a desembolsar 500 libras por un par de tragos aguados y veinte minutos de charla con una anfitriona ligera de ropa”.
El mensaje del Consejo de
Desafortunadamente, mi colega y yo no estábamos en Londres por entonces y no recibimos el mensaje. Pero sí lo recibimos unos meses más tarde, de una forma menos literal.
Foto: Ian Britton
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